Estudiante de Estadística de la Facultad de Ciencias.
José Antonio Aranda Company
Estudiante de Ingeniería Económica.
Ambos fueron asesinados en el penal de Castro Castro en mayo de 1992 durante la dictadura de Fujimori-Montesinos. Hugo Auqui era natural de Cañete, vivía en el Pabellón P de la Residencia Estudiantil, murió producto de la explosión generado por las fuerzas policiales que intervinieron en la matanza. José Aranda después del operativo policial, fue separado de los sobrevivientes y luego asesinado selectivamente por los esbirros.
Vilma Company:
Una madre de verdad
Entrevista: Juan Ojeda
Mientras me dirijo a la casa de doña Vilma en Chacaritas del Callao, con una pariente suya, a quien le pidió que me acompañe “para que no me pierda o no tenga problemas”, el silencio me invade y no puedo controlar las imágenes que se cruzan en mi mente en las que aparece doña Vilma y otras madres cuando visitaban, los miércoles y sábados, el Penal de Canto Grande.
Veo sendas bolsas placeras en ambas manos, repletas de víveres y alimentos preparados, y más repletas aún, de amor y esperanza. Las veo cruzando el portón de ingreso a la Rotonda donde los prisioneros las esperan para aliviar su carga y acompañarlas a los pabellones. Y me asalta a la memoria el rostro juvenil de José Antonio, hijo de Vilma, y el rostro de cuántos jóvenes más, unos asesinados por el gobierno de Fujimori en aquel mayo de 1992, otros, todavía detenido.
Desde que Viejo Topo me pidió que desarrolle esta entrevista, la responsabilidad me bloquea porque trasciende mi condición humana.
“¡Son veinte años! desde que concluyó la guerra interna con la propuesta de paz del Dr. Guzmán y ¿cuántos años más deben pasar para que los presos políticos y prisioneros recuperen su libertad?”, me digo, bañado en emociones que alteran mi respiración. Es cuando la voz de mi acompañante me interrumpe: “¿Qué te pasa?”.
-¿Puede hablarme de usted, doña Vilma?
Soy Vilma Company, viuda desde hace seis años, después de cincuenta de casada. He tenido dos hijos. A mi José Antonio, que estudiaba en la Universidad de Ingeniería lo mataron en mayo de 1992. José Antonio era inculpado y me lo asesinaron. No hay dolor más grande que la muerte de un hijo. A mi segundo hijo Juan Alonso lo detuvieron al poco tiempo de esos hechos, en 1993, para justificar su crimen. Tengo dos nietos, hombre y mujercita. Al papá de ellos, Juan Alonso, lo condenaron a 30 años de prisión. Esto es un calvario interminable, hijo, lo soporto por el amor a mis hijos y a mi esposo, que aunque muerto, siempre estuvo pendiente de su familia.
-Un calvario que comenzó ¿hace cuánto?
En 1990, cuando detienen a José Antonio. En ese tiempo el gobierno cambiaba las leyes basándose en el Estado de Emergencia, y no se respetaba nada. Todo era permitido con el pretexto de acabar con la subversión.
Doña Vilma es una mujer de 73 años. Tiene en tutela a su nieto mayor de 17 quien acaba de terminar su quinto de secundaria, y vive en una casa alquilada. La pobreza de aquellos lugares es evidente. Guarda los detalles de quien ha sabido convivir en otras esferas. Cuando llegamos a su casa, nos recibe con especial cariño y preocupada si habíamos comido algo. “Por lo menos tómense unas taza de café con su pan con queso que está bueno, creo que es del Centro del país”, comenta, mientras pone un mantel blanco sobre la mesa, sin atender que le insisto que no se afane. “Siempre me ha gustado recibir bien a mis visitas, soy pobre pero no pobre de espíritu”, sentencia.
De mirada vivaz, percibo su fortaleza. Pese a su inmenso dolor, y el cansancio de los años que encorva su cuerpo, doña Vilma despierta optimismo. “No soy de entrevistas, eso debes saberlo y no soy de estar contando mi vida; sé que otras madres han sufrido y sufren más que yo, pero habiendo aceptado el requerimiento de Viejo Topo, voy a cumplir porque soy mujer de palabra”, afirma. Me observa interrogante, acaso auscultándome. “Después me explicas por qué Viejo Topo” y me pide que sea breve. Diciéndomelo, esgrime una sonrisa ingenua y de súplica.
-Sé que a usted también la detuvieron
Así es Jesús, fue el 95. Pese a que soy la mamá de Juan Alonso, querían obligarme a que yo firme una acusación contra él y que señale a sus amigos y a quienes lo visitaron alguna vez en mi casa. “Si no quieres decir nada es porque tú también eres parte de ellos y guardas la regla de oro”, me decían. “Tienes que colaborar porque si no, es encubrimiento y te haces cómplice”. “Yo no sé nada”, les decía, pero no les importaba. Cuando me detuvieron estuve cuatro meses rodando en varios sitios. En la Dircote (Dirección contra el Terrorismo), me tuvieron setentaicinco días. También me llevaron a la Marina. En la marina, el frío era horrible y el agua del caño caía verde. Una arrugaba la frazada y salía agua.
El colchón estaba húmedo. No les importaba mi condición de madre ni mis años. Varias veces me llevaron a la playa. Yo les decía que felizmente mi padre me enseñó a nadar. También me llevaron al Ejército en el Pentagonito y a un Centro de drogadictos. Me mandaron después a Chorrillos. A Dios gracias, perdí la memoria estando en la Marina, ya no quería comer nada. Estuve largo tiempo en tratamiento psicológico. Al año y medio de prisión, me excarcelaron.
Doña Vilma intuye que le iba a preguntar si el Estado la indemnizó por el daño ocasionado, incluyendo el asesinato de su hijo José Antonio “¡Por supuesto, no me indemnizaron! Ni siquiera por la muerte de mi hijo”.
“No hay dolor más grande que la muerte de un hijo”, repito interiormente. Su rostro ha cambiado mostrando su infinito dolor y su reclamo. Una inmensa pregunta flota en el aire.
Sé que esta entrevista también es difícil para doña Vilma, lo dice en un momento en que le pido disculpas por no haber traído algo para compartir. “No te incomodes, acá tengo el vino que la vez pasada me invitaste, pero déjame pensar donde puse el sacacorchos que hace años no hago vida social”, dice avergonzada.
“Mi padre me decía gata angora porque me salvé del maremoto de 1940. He sido sepultada, operada, casi desaparecida, sufrimos un accidente con el carro de mi esposo y me libré. Yo creo en un Ser Superior”, lo dice pausada y en íntima confesión. “Eso no lo niego. A mi casa llega un grupo de vecinos a rezar el Rosario, son de una hermandad. Después conversamos de todo, de cómo va cambiando el barrio, la juventud, las familias. Es por eso que creo que quienes se dicen creyentes de Dios, no saben guardar rencores y están por la Amnistía, yo creo que todos queremos la Amnistía. En la Iglesia se habla del perdón. Hay que saber perdonar, nos enseña el Cura”, lo dice con rotundidad. “No creo que alguien esté de acuerdo con seguir restregando heridas que no ayudan a la paz social ni personal”, agrega.
Con entusiasmo, recordó la vez cuando después de las visitas, salían en grupo y “compartíamos momentos muy de mamás que a veces se prolongaba hasta la noche. Íbamos a la casa de alguna familia para cocinar algo y compartir, contar nuestros dolores, tomar una bebida y pasar momentos de distensión que nos daba fuerza para seguir otra semana más de lucha por los amores de sus vidas”.
Habló de Juan Alonso y de cómo le salvó la vida. “Corría el año 93. Me avisaron que mi hijo había sido detenido. Fui a la Dircote donde negaron tenerlo ahí. Luego fui a otras instituciones policiales pero no me daban razón. Pedí ante el Juez el Habeas Corpus y fui a los hospitales civiles y militares. Una búsqueda incansable en todos lados. Arriba y abajo donde están los hospitalizados. No sé si había pasado una semana. Estaba ya agotada, siempre en compañía de mi esposo, cuando en el hospital Cayetano Heredia, alguien conmovida ante mi dolor, una mujer, me informó: “Pero no vaya a decir que le he dicho yo por favor. Allá en la sala del fondo junto al baño está una persona. Es un varón. Quizá sea su hijo. Ojalá así sea”. De manera desesperada, entré empujando la puerta. No me importó. Y estaba ahí, echado en una cama con una herida de bala en el cuello, sin ninguna atención médica. Cuatro hombres en esa sala esperando que muera. Grité, grité. Trataron de callarme. Felizmente, mi esposo estaba afuera y se armó un “bolondrón”. Vinieron los médicos, enfermeras. Fue todo un escándalo. Entonces, pensé en José Antonio y que no soportaría que a Juan Alonso le pase lo mismo. ¡No, Señor!”.
Entonces, recuerdo un párrafo del poema CON EL VERSO CARGADO EN LA MIRA que transcribo:
Acá nadie muere porque nadie falta
y debes recordarte
de nuestros héroes caídos
que palpitan en nuestra sangre.
Debes recordarte de Nila
que nos hizo el poema con las dos manos
(de ella tengo su falda
abrigándome en poncho serrano)
de Vilma la Maestra
durmiendo con rostro sereno
de Sara viajando a la gloria
del brazo de Tito Valle
y has de recordarte de José Antonio
quien no se atrevió al hijo
para no dejarlo sin su cariño
de Juan el de Lola con la juventud
desplegándose
y está Hugo con barba cana y puño en alto
¡fusilados!
debe estar con los desaparecidos
dándoles ánimo nuestro Gerardo
¡Esto es Genocidio y me estalla la sangre!
Fuente: Revista “Viejo Topo”
¡¡ Honor y Gloria a los mejores hijos del pueblo, que en aras de transformar la sociedad hacia una sociedad mas justa y mas honesto, dieron todo de si inclusive La Vida...!!